A 40 años de un dolor y a 36 de una caricia


22 de junio de 2022

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por Redacción Relatores

Barrilete Cósmico. La leyenda épica narrada por Víctor Hugo, para el Diego, en formato de prólogo, para su libro “Mi Mundial. Mi verdad. Así ganamos México '86”.

A los pocos metros de iniciar su patriada –era contra Inglaterra el asunto– la electricidad fue creciendo y como se aprecia en el espacio un plato volador, el extraterrestre con su emblema convocó al pasmo más profundo que el fútbol hubiera provocado jamás. Hay una especie de trinchera vista desde lo alto del estadio. Un surco en la tierra por el que avanza una potente luz a la velocidad de un cometa. Allá abajo, en el fondo de la olla del Azteca, en la penumbra, Maradona imita lo que a veces puede apreciarse en el cielo. La herida que abre en el azul misterioso un astro incandescente, ahora sucede en la Tierra. Allí va Diego con la bravura del que lleva el estandarte de su ejército en un ataque definitivo. Diego corre entre las laderas de colores ingleses, saltando trampas de piernas que buscan lo imposible. Y planta, como los escaladores en la cima, su bandera.

En uno de los pupitres del palco de prensa, este cronista de los estadios subrayó la hazaña. "En la jugada de todos los tiempos", dijo, y luego lanzó las pocas palabras, aquellas del barrilete cósmico, con las que viene remando hace 30 años arropada su carrera por el invento insuperado de Diego. 

¿Cuántas jugadas pueden concebirse en la inmediatez de la acción? ¿Qué veía el artista? El número de errores que se arriesgaba a cometer, desde el inicio hasta el portero inglés, es infinito. Las variantes que el relator imaginaba, entre cientos de colegas apretujados, ofrecían un sumario tan amplio que fue abandonando la narración convencional. 

"Genio, genio, genio", eran las modestas palabras que acompañaban al intrépido que se iba a lo más alto del mundo, por la cicatriz que abría en el césped... ¿En qué momento decidió Maradona enfilar hacia el arco? El jugador avanza mirando la pelota, pero, ¿cuántas piernas, cuántos metros cuadrados de terreno, abarca su visión periférica? Pudo enganchar, frenar, ir hacia el costado, rematar desde lejos. De mil formas la jugada pudo ser una entre billones. 

El coraje, la intuición, un Dios detrás del Dios, afirmaría Borges, la hicieron única, definitiva y eterna. Maradona dejó la pelota en el fondo del arco de los ingleses cuando ya la foto era la de la impotencia y la incredulidad. "Quiero llorar", decía con el puño apretado quien firma esto, lanzado sobre el pupitre, envuelto en cables y auriculares, mientras Maradona se desplazaba hacia un costado de la cancha para celebrar la conquista.

El cuerpo lanzado al placer del grito. El desvarío de una mente que se queda en blanco como si una nube estallara dentro de los párpados cerrados. No fue sólo la jugada. Las emociones de varios años entraron por el pequeño embudo de la razón. Era la hazaña de Diego, del amado Diego de los futboleros. Era el pase a las semifinales del Mundial. Era contra los ingleses y cientos de pibes que lo hubieran gritado no podían hacerlo, apagadas sus voces cuatro años antes en las heladas tierras de las Malvinas. Ocurría en un escenario adverso. Y era la más bella, osada, corajuda e inventiva de las películas que el fútbol había producido en su historia.

Treinta y seis años después, el hombre no consigue empobrecer aquella marca. Salta más, corre más rápido, es más resistente, el universo mismo se expande hacia más infinito. Pero con Maradona, no se puede. El asunto es bien complejo: hay que tomar la pelota en el campo propio, esquivar a cuanto rival se le oponga, enfrentar al arquero y dejarla atrapada en la red. Tiene que ser en un Mundial. 

Cuando iban hacia la cancha caminando en doble fila de jugadores, la arenga de Diego era persistente. Los compañeros recuerdan al capitán que les señalaba de dónde provenían los rivales de ese día. No eran académicas las expresiones. Es el libro del potrero, con su desafío. La desfachatez del que no parece preocupado en el andar marcial hacia una cita que resume la vida de un grupo de hombres. La incitación a la intrepidez, a dar el salto o caer en el vacío. No sabía aun que cuanto les decía a los hombres que comandaba se haría realidad en la conjunción de malicia y arte desplegados por él mismo en las acciones decisivas del partido más emocionante de la historia argentina. 

El Mundial del 86 fue la consagración de un genio que sabía cuánto dependía el reconocimiento de la historia de ese paso por el campeonato del mundo. Eso convierte a la epopeya en una expresión aun más esclarecedora de su grandeza. No fue al amparo de lo imprevisible que es la vida que construyó al mito. Maradona era consciente de su reto. Era un duelo que se preveía. Un asunto de ser o no ser, ante la mirada de todo el mundo. Estaba obligado a dar la talla de una fama a la que aun le era retaceada la frase del reconocimiento universal. Se preparó como un Rocky Balboa, se ofreció a sí mismo la perfección de su propio cuerpo cincelado en un sacrificio que podía terminar en la nada si no levantaba la copa. Así de cruel es la vida cuando aún se es el retador. El plano corto de la carrera hacia la pelota del gol con Italia es una secuencia perfecta para demostrar hasta donde había escalado en su aspiración de ser el mejor. En la forma en que supera la marca, igual a un velocista en los cinco metros finales. En el salto perfecto y armónico para buscar el pique de la pelota arriba, sin esperar la comodidad de que le cayera en el pie. El sentido artístico de su fileteado en la definición.

Es más cómodo a lo humano que no haya una gran expectativa sobre la tarea a cumplir. Ser depositario de la esperanza de millones de personas, en la cita más esperada y temida, es una mochila imposible para los comunes. Pero Diego adelantó que sería el dueño del mundial y cargó en sus hombros la promesa a un país que debía demostrarse ahora que podía ser campeón en cualquier parte, y abastecer sus vitrinas en los tiempos de la democracia. Esa era la meta y si se fallaba el que más explicaciones tendría que ofrecer no sería otro que Diego.

Ha puesto el pecho siempre cuando se trató de jugarse por los demás sin separarse de su origen y su rebeldía. Conciencia de clase que no desdibujaron los castillos y los príncipes que lo convocaron. Pertenencia a su condición de jugador antes que a nada. La oscuridad del atardecer en los potreros como una postal de sus sueños.

Pero quizás Diego no pueda decir de sí mismo quién es el hombre que cautivó en el programa De Zurda a la audiencia de América toda, durante el mundial de Brasil. La emisión de Telesur no tenía los goles, ni las jugadas del mundial, pero estaba la magia de Maradona. Con sus amigos, su sonrisa y sus peleas con la FIFA corrupta a la que siempre combatió, aun a despecho de todo lo que le quitaban a cada paso, construyó una cita de amor con los teleespectadores del continente.

Allí, más en el primer plano, pude apreciar lo difícil que es ser Maradona, el hombre que teniendo la mejor playa del mundo a pocos metros, no tenía el derecho a mojarse los pies en el mar. Pero también la forma cordial de sobreponerse a esa exigencia brutal que no le da tregua, en su relación con los trabajadores de la televisión. El respeto, la cordialidad, la generosidad de Diego ganaron el corazón de las decenas de argentinos y venezolanos que componían el equipo. El hombre, perseguido por la polémica y las confrontaciones, no dejó registrado en un largo mes, de horas de convivencia, un solo gesto de impaciencia o de reproche. Sabía, como cuando salía a la cancha, que ese era su equipo. La última noche, todos esos profesionales entrenados desde atrás de las cámaras y los cables para saber quién es quién entre los divos, le presentaron a Diego la ofrenda de una amistad y gratitud que se convirtió en la postal inolvidable de aquellas semanas.

Persignándose antes de salir al aire, humilde ante cada sugerencia de los cámaras y directores, o tirando corners en los asados a los perplejos arqueros que veían cómo la pelota entraba exactamente por donde él lo anunciaba, la figura de Diego no cesó de crecer en el cariño de quienes lo rodeaban, extasiados ante la experiencia.

Porque allí, en la verdad de la convivencia, ya no era solamente el que camina en doble fila con los ingleses diciendo que este partido, como ningún otro, “este no lo podemos perder, ¿está claro, muchachos? Aquí hay que dejar la vida, por los que la dejaron allá, ya saben dónde, somos once contra once y les vamos a pasar por arriba, ¿entienden?”. Y camina, con un banderín en la mano y un país detrás.

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