Directo al arco


06 de abril de 2023

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por Ariel Scher

El Loco empezó a ser El Loco aquel diciembre en el que pidió que le compraran dos árboles de Navidad en vez de uno. Era todavía un chico y, a su alrededor, se enorgullecieron la madre, las abuelas y una tía. «Dos no hacen falta, mi amor», le dijeron con emoción y con lógica. El Loco las miró del modo en que iba a mirar siempre y les contestó con una lógica diferente, la suya: «Dos sí hacen falta. Necesito dos arbolitos para armar un arco». Para todas resultó un desencanto. Para El Loco, en cambio, fue natural: de allí en más, abriría y cerraría sus jornadas con una obsesión, un placer, un deseo: percibir la realidad como un conjunto de arcos hacia los que patear.

En los años escolares, El Loco concibió como arcos a todos los pizarrones de clase. Jamás dejó de ser un estudiante respetuoso, pero no por eso reprimió su voluntad de apuntarle a esos arcos. La tarde en que, de un derechazo, metió el globo terráqueo en el arco que formaban las fotos de dos próceres lo suspendieron por dos semanas. En esa ocasión, se defendió con un argumento que no lograron rebatirle: «Yo creí que íbamos a aprender jugando».

La pasión por armar arcos le fue estimulando un gran entusiasmo por la naturaleza. Para El Loco, el atardecer significaba ubicar un arco entre dos sombras y adecuar el ángulo de sus pelotazos según fuera cayendo el sol. A diferencia de muchos individuos a los que nadie llamaba locos, no se deprimía frente al universo gris de las lluvias y palpitaba el momento de descubrir un nuevo arco construido por la proximidad de dos charcos. Un invierno en las montañas, se maravilló ante el arco mágico que erigían dos cerros imponentes. Incontenible, sacó otro derechazo enérgico y gritó un gol que resonó lleno de ecos. Alguien le reprochó haber perdido una pelota. El Loco replicó entre asombros: «¿Acaso las pelotas no están para hacer golazos?».

Fue durante una boda familiar cuando El Loco ingresó en desgracia. Esa noche, él registró la existencia de un arco grande que iba desde la silla de un tío inmóvil hasta la mesa donde reposaba la torta de casamiento. Podría no haber ocurrido nada. Pero sucedió que El Loco decidió hacer su gol usando como pelota al zapato izquierdo de la novia, quien, en un descuido, se había descalzado. Ni se rompió la torta ni se lastimó nadie, pero igual resolvieron internarlo. Mientras se lo llevaban, El Loco lanzó una afirmación que, una vez más, no le devolvieron: «Era una fiesta. Pensé que veníamos a divertirnos».

Hace poco, lo visitaron en su encierro. Le preguntaron cómo vivía ahora, delante de un solo paisaje y sin la oportunidad de detectar más arcos. El Loco levantó su mirada, se llevó el dedo índice hasta un ojo, trasladó ese mismo dedo al otro ojo, y luego abrió la boca: «Todo está como siempre. Ven este recorrido —y volvió a mover el dedo de un ojo a otro—: ahí tengo un mundo lleno de arcos». Después, largó un suspiro y enfocó hacia el horizonte, donde algún nuevo arco, tentador y fantástico, seguro lo estaba esperando.

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