Pesadillas


29 de marzo de 2023

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por Ariel Scher

Durante el otoño en el que sólo durmió pesadillas, Malas Noches soñó de manera consecutiva y angustiante que la palabra pelota desaparecía de los diccionarios, que las redes de los arcos se conjuraban para envolver e inmovilizar a los delanteros y que el público era una suma de muñecos de plástico. Lo extravió todo en esa época: la calma, la comprensión y hasta su propio nombre común y silvestre porque no costó nada rebautizarlo Malas Noches. Al fútbol, su pasión más profunda, no lo tenía perdido. Peor: se le había vuelto un castigo cada vez que cerraba los ojos.

En una madrugada de vientos, Malas Noches se despertó sobresaltado por la escena de un tren furioso que pisaba pelotas abandonadas sobre las vías. Y un amanecer de los más feos se descubrió temblando porque las tarjetas rojas desteñían al mismo tiempo en que a la realidad entera se le iba el color. Y en el amanecer siguiente parpadeó perplejo porque soñó que los silbatos de los jueces soltaban un estruendo que tapaba todas las músicas del mundo. Aguantó hasta que en la tercera oscuridad de un martes de tormentas lo atrapó la imagen de mil banderines de córner izados a media asta. Alguna voz explicó que estaban así, testimoniando pesar, como tributo doloroso a un buen hincha, Malas Noches, al que el fútbol se le había vuelto una pura pesadilla. Entonces se despabiló sudado, entregado a un miedo hondo y con ganas de llorar. No es necesario avisar que no quiso dormir más.

Malas Noches probó todo para matar el tiempo o el problema: terapias ortodoxas o desconocidas, amores genuinos y vínculos huecos, charlas de café edulcoradas, insípidas y también amargas. Nada le funcionó.

Entre el hartazgo y la desesperación, Malas Noches decidió fugarse. Tomó un ómnibus hacia ninguna parte, maldijo cada una de sus pobres suertes y, al final, se durmió. Una hora más tarde, en la bruma de la ruta, no hubo un solo pasajero que no se estremeciera con un alarido largo que doblaba los oídos. «Gol», gritó Malas Noches. «Gol», gritó doce o trece veces más. No hizo falta que contara que acababa de soñar un gol suyo, alegre y perfecto. Enseguida, pidió disculpas, se reclinó en el asiento y supo, como se saben las cosas ciertas, que ni en el fútbol ni en la vida ninguna pesadilla dura para siempre. Después, Malas Noches dijo, feliz, buenas noches y por fin se durmió en paz.

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